FINCA ZACATLAMI Y EL OCOTE
A veces, las mejores historias comienzan por coincidencias. Así fue como se cruzaron los caminos con Miguel, un hombre que, desde el primer encuentro, deja claro quién es: amable, hogareño, familiar, congruente, apasionado y lleno de un conocimiento profundo sobre el café. Hay personas que no necesitan decir mucho para transmitir su forma de ver la vida, y Miguel es una de ellas. Basta con escucharle o simplemente compartir un momento en su finca para sentirlo
Aunque su finca no fue la primera en ser visitada, sí fue aquella en la que nació una conexión especial. Con el paso del tiempo, se hizo evidente que su historia va más allá de la tierra que trabaja. Miguel representa la tercera generación de una familia que ha dedicado su vida al café, y habla de su padre y su abuelo con un profundo respeto y gratitud, recordando siempre de dónde viene.
En un mundo donde las transacciones suelen ser impersonales, con mensajes que van y vienen para concretar una compra, Miguel abrió una puerta distinta. Con él, fue posible dar un paso más cercano, sentir la libertad de llegar a su finca sin previo aviso y ser recibido con una gran sonrisa.
Aquel primer día, Miguel compartió su rutina en el pequeño municipio de Huatusco, un lugar donde las calles guardan historias y la gente se conoce de toda la vida. Ese sentido de comunidad, sumado a la pasión con la que vive su oficio, hace de Miguel mucho más que un productor de café. Es un guardián de su historia, de su tierra y de una tradición que aún respira entre las montañas.
El primer día fue toda una travesía. Sin saber exactamente cómo llegar a Huatusco, las maletas se cargaron con más entusiasmo que certezas, y así comenzó el gran viaje. Justo al llegar, la ciudad se encontraba en plena celebración del Carnaval donde por primera vez tuvimos enfrente a los Tlecuileros, un baile tradicional que llenaba las calles de música y alegría.
Miguel, fiel a su sencillez, solo envió un mensaje breve: “Los veo en tal calle”. Y no hizo falta más. El sonido del carnaval fue la guía que llevó al reencuentro con él. Entre el bullicio y la fiesta, Miguel nos presento a su familia y los acompañamos a cenar y ----presentó uno de los sabores más tradicionales de su tierra: las garnachitas de Huatusco, un platillo típico.
Al amanecer, el plan era claro: conocer sus fincas. Y así, con la brisa fresca de la mañana, comenzó un recorrido donde Miguel no solo mostraba caminos, sino historias. Cada paso por Huatusco revelaba su carácter de tierra cafetalera, donde las fincas colindan unas con otras, separadas apenas por unos cuantos metros. Mientras avanzaba, Miguel relataba anécdotas y detalles sobre la región, como si cada tramo del camino guardara un secreto listo para ser contado.
El primer destino fue el que más emoción despertaba: Zacatlámi, el lugar de origen del primer café que se había probado de sus manos. Un geisha natural cultivado a 1,400 MSNM, que había dejado una impresión imborrable cuatro años atrás.
Con entusiasmo, Miguel explicaba cómo trabajaba en su nueva plantación, diseñada para que la tierra aprovechara al máximo el agua de lluvia. Cada variedad de café —geishas, Anacafé 14, Marsellesas— recibía justo lo que necesitaba: el agua exacta, la luz precisa. Entre los cafetales, también crecían árboles de pimienta, naranjos y otros frutos, aportando a la tierra diversidad y riqueza.
La finca, empinada y desafiante, estaba llena de escalones que Miguel mismo había construido para facilitar el paso. Y aunque para muchos resultaba agotador caminar por aquellas pendientes, para los jornaleros —y con un poco de maña—, era parte de la vida misma arrancar el café en esos terrenos tan inclinados. Nunca antes se había visto un lugar tan empinado como la finca de Miguel.
En medio de ese recorrido, Miguel mostró con orgullo un pequeño rincón especial: un nacimiento de agua dentro de la propia finca. Explicaba cómo esos minerales, al recorrer los cafetales, aportaban nutrientes esenciales para el crecimiento del café. Cada gota de agua, cada mineral, tenía un papel importante en la vida de cada planta.
Observador y paciente, Miguel compartía sus conocimientos con naturalidad. Aunque apenas se iba integrando al mundo del café de especialidad, sus enseñanzas tenían el peso de la experiencia. Fue ahí donde, por primera vez, explicó con detalle las características físicas de una planta, señalando cómo las gueyas —las hojas jóvenes— se reconocen por tener las puntas respingadas hacia afuera.
Así transcurrió aquel día, entre caminos empinados, historias sembradas en la tierra y un hombre que, más que un productor, se convirtió en un verdadero maestro de su propio mundo.
Miguel ha comenzado a trabajar con técnicas de injerto en sus plantas, un proceso que explica con la claridad de quien entiende profundamente su oficio. Muestra cómo, en la parte baja, utiliza raíces robustas, mientras que en la parte superior injerta variedades como Geisha o Anacafé 14. Este método, explica, permite que las plantas sean más resistentes a las plagas, crezcan con mayor fortaleza y presenten menos complicaciones a lo largo de su desarrollo.
Mientras recorre los senderos de su finca en Zacatlán, señala la variedad de climas que conviven en el mismo terreno. Cada zona presenta condiciones únicas que, bien aprovechadas, permiten cultivar diferentes variedades de café con resultados excepcionales.
En medio de estas conversaciones, surge un tema crucial: las certificaciones. Y es aquí donde Miguel subraya un punto importante. Tener una finca no se trata únicamente de sembrar y cosechar café. Existe una dimensión social profunda que a menudo pasa desapercibida.
Las fincas, para poder garantizar un manejo responsable y sustentable, deben cumplir con rigurosos estándares y certificaciones. Esto no solo asegura la calidad del café, sino también prácticas laborales justas, cuidado del medio ambiente y el respeto por las comunidades que forman parte del ciclo productivo. En palabras de Miguel, ser productor va más allá del cultivo; es una responsabilidad que abarca la tierra, las personas y las generaciones por venir.
En sus recorridos por la finca, Miguel solía compartir con orgullo una de las prácticas que mejor resultado le habían dado en los últimos años: el injerto de cafetos. Con la paciencia de quien conoce a profundidad su oficio, explicaba cómo unía la fortaleza de las raíces de robusta con la delicadeza y calidad en taza de la arábica.
Para él, no se trataba solo de una técnica, sino de una estrategia fundamental para enfrentar los desafíos que impone la tierra y el clima. Decía que, al utilizar raíces de robusta, las plantas se volvían más resistentes a plagas y enfermedades, especialmente a la temida roya, que tantas veces ha amenazado los cultivos de la región.
Además, señalaba que estas raíces eran capaces de adaptarse a suelos difíciles, aquellos con escasos nutrientes o problemas de drenaje, donde otras variedades difícilmente prosperarían. La robusta, con su vigor natural, permitía también que las plantas soportaran mejor las temporadas prolongadas de sequía, facilitando un manejo más eficiente del agua en cada rincón de la finca.
Sin embargo, si algo dejaba claro en sus explicaciones, era que la calidad en taza no podía sacrificarse. Por eso, mantenía la parte aérea de arábica, una variedad apreciada por su fineza y complejidad en sabor. De este modo, lograba un equilibrio perfecto: plantas fuertes, menos costosas de mantener, con menor necesidad de tratamientos contra plagas y una mayor productividad, sin renunciar a la excelencia en cada taza.
Así, entre senderos empinados y cafetales cargados de historia, Miguel demostraba que el verdadero conocimiento de la tierra no solo se hereda, sino que también se perfecciona con cada nueva generación.
Apenas al salir de la finca, un letrero llamó la atención. Fue imposible no detenerse. La cámara se preparó para capturar ese momento, mientras Miguel, con su característica paciencia, esperaba. En medio de la conversación surgió la pregunta inevitable: “Oye, Miguel, ¿qué certificaciones tienes?”
Con la tranquilidad de quien conoce bien su terreno, comenzó a enumerarlas. La primera fue la Bird Friendly, una certificación que asegura que el café se cultiva bajo sombra, en entornos favorables para aves migratorias y locales. Esta práctica no solo protege la biodiversidad, sino que también contribuye a la conservación de los ecosistemas naturales, algo que Miguel valora profundamente.
Después mencionó la I-CRON, una certificación interna relacionada con esquemas privados de sostenibilidad y trazabilidad. Aunque no forma parte de las certificaciones globales más conocidas, está orientada a garantizar buenas prácticas productivas y responsabilidad en cada etapa del proceso.
Finalmente, habló del AAA Sustainable Quality Program, un programa impulsado por Nespresso. Esta certificación pone especial énfasis en la producción sostenible, promoviendo prácticas agrícolas responsables, la conservación de recursos naturales y el bienestar de las comunidades productoras.
En ese momento, quedó claro que el tema de las certificaciones va más allá de cumplir con requisitos. No todas las fincas están obligadas a obtenerlas, pero para quienes lo logran, representan una oportunidad de acceder a mercados más exigentes, obtener mejores precios y, sobre todo, garantizar que su producción respete tanto al medio ambiente como a las personas.
Aunque cada certificación implica un costo considerable, a largo plazo se convierte en una inversión que ayuda a mejorar la calidad del café, abrir nuevas puertas comerciales y, en casos como el de Miguel, reforzar un compromiso genuino con la tierra y su gente.
Después de haber subido a las tierras de Sacatlámi, el regreso fue un recorrido distinto, marcado por la calma y la oportunidad de conocer más de cerca la cultura del lugar. En el camino de vuelta, Miguel propuso una última parada antes de continuar, llevándolos a visitar la Virgen Venerada de Huatusco, un símbolo profundamente arraigado en la identidad de su gente.
El trayecto, aunque lleno de subidas y bajadas, se sintió breve. El tiempo parecía encogerse entre conversaciones y paisajes familiares. De pronto, Miguel soltó una frase que quedaría grabada para siempre: “Todos estamos de loma en loma.” Y no era una exageración. En una loma, se alzaba la iglesia; en otra, su casa; y más allá, en la siguiente, la casa de su suegra.
Precisamente hacia esa última loma se dirigieron. La calidez con la que fueron recibidos en un hogar que no era el propio dejó una sensación difícil de describir. No se trataba solo de hospitalidad; era esa forma de hacer sentir que no se irrumpe, que se pertenece por un instante a ese espacio, como si la casa misma abriera sus puertas con naturalidad.
Después de compartir la comida y pasar un rato agradable con Eli, la esposa de Miguel, la tarde avanzaba mientras las historias fluían con la misma suavidad que la brisa. Fue entonces cuando Miguel, pensativo, comenzó a idear cuál sería el siguiente destino para cerrar aquel día que ya se sentía inolvidable.
Después de la comida, Miguel decidió llevarlos a conocer a su tío, un hombre de amplia trayectoria en la cafeticultura y propietario de un beneficio de café lavado de dimensiones impresionantes. Era de esos lugares donde las estructuras parecen hablar de otra época, cuando la producción de café alcanzaba volúmenes que hoy resultan casi inimaginables.
En ese beneficio, todavía se utilizaba la leña como combustible, aprovechando la propia cáscara del café y las ramas secas para alimentar los hornos que ayudaban a secar los granos. Aquel detalle sorprendió; había algo profundamente orgánico y cíclico en ese proceso, donde nada se desperdiciaba y todo encontraba su propósito.
La maquinaria, de un tamaño imponente, ocupaba gran parte del espacio. Solo imaginar las toneladas de café que en sus mejores tiempos pasaron por esas instalaciones, bastaba para comprender la magnitud de aquel lugar.
Con gran amabilidad, el tío de Miguel no solo relató cómo les solicitaban el café, cómo lo embolsaban y los detalles de cada pedido, sino que también abrió las puertas a la zona interna del beneficio, permitiendo recorrerlo de cerca.
Ver aquellas secadoras enormes en funcionamiento fue una experiencia sobrecogedora. El estruendo de las máquinas llenaba cada rincón, un sonido que no molestaba, sino que recordaba la fuerza y el trabajo que ahí se concentraban. Pero, por sobre todo, lo que más impresionaba no era el ruido, sino la historia viva de lo que allí se hacía.
A la salida de aquel beneficio, la tarde empezaba a caer, y con ella, la sensación de haber sido testigos de un legado que sigue latiendo en cada máquina, en cada grano y en cada historia compartida.
El tío de Miguel, mientras compartía anécdotas en medio del eco de las enormes secadoras, comenzó a relatar cómo fue que su familia había llegado hasta esas tierras. Pocas veces se piensa en ello, pero gran parte de la historia cafetalera está marcada por las migraciones, por familias que cruzaron fronteras en busca de un futuro más prometedor.
Con voz pausada, contaba que los “nonos”, como llaman a los abuelos, habían emigrado hace ya dos generaciones, impulsados por las dificultades que atravesaba su país en aquel entonces. Dejaron atrás sus tierras, costumbres y certezas, para adaptarse a un nuevo entorno, desconocido y desafiante.
Así fue como muchos, al igual que sus antepasados, llegaron a la zona de Huatusco y otras regiones cercanas. Mencionaba, por ejemplo, cómo en Chipilo, Puebla, también se asentaron familias provenientes de ciertas regiones de Italia, trayendo consigo tradiciones, oficios y una forma de ver la vida que, con el tiempo, se entrelazó con la cultura local.
Aquellas palabras no solo narraban un pasado, sino que ayudaban a entender la riqueza cultural que aún perdura en esos paisajes cafeteros. Cada finca, cada beneficio, cada grano de café, guarda en silencio una historia de migración, de esfuerzo y de nuevas raíces sembradas lejos del lugar de origen.
Como ya se había mencionado antes, recorrer la Colonia Manuel González con Miguel es como caminar al lado de un viejo amigo que conoce cada rincón y a cada persona. En cada esquina, un saludo, una sonrisa, una historia por contar. Fue precisamente en uno de esos saludos donde surgió la siguiente parada.
Un hombre, que hasta ese momento era un desconocido, cruzó palabras con Miguel. Lo que siguió fue casi espontáneo. Al mirar hacia la casa de aquel hombre, lo primero que escapó fue un asombrado: “¡Guau! Tiene un beneficio en su casa, eso es cereza.” A lo que Miguel, con esa naturalidad que lo caracteriza, respondió: “¿Quieres ver?” Y sin pensarlo dos veces, la invitación se aceptó.
Con una amabilidad desbordante, aquel hombre permitió la entrada a su hogar, revelando un espacio transformado en un centro de trabajo donde, de forma cotidiana, se descargaba cereza de café. Elevadores de cereza, camiones que iban y venían, y un ambiente en el que, aunque la cosecha aún no estaba en su punto —la cereza seguía verde—, la actividad no se detenía.
La sorpresa fue aún mayor al descubrir cómo, dentro de las propias casas, se resguardaban herramientas y maquinaria. Era una muestra viva de que en una comunidad tan pequeña como Manuel González, el café no es solo un cultivo, es una forma de vida que atraviesa cada etapa y cada espacio.
Bastaba recorrer las calles para confirmarlo. El aire olía a cereza de café, los camiones cargados pasaban con frecuencia, y en muchas puertas colgaban letreros que decían: “Se compra cereza”. Cada casa, cada familia, tenía un papel distinto dentro de la cadena del café, y Miguel, con paciencia, fue explicando cada uno de esos roles.
Como cierre de aquella visita, hubo oportunidad de subir al techo y ver desde arriba cómo el elevador cargaba la cereza al camión, entender a dónde se dirigía, cómo avanzaba la cosecha y a cuánto se estaba vendiendo la cereza en esos días. Antes de partir, se ofrecieron las gracias una vez más, reconociendo la generosidad de abrir un hogar y compartir su trabajo.
Más tarde, llegó el momento de probar algo tradicional: un mil hierbas, un trago típico de la región, que Miguel aseguró sería memorable… y así fue. La noche terminó con una cena especial. Miguel preparó su platillo clásico, un corte de carne con costra de café, un sabor tan particular como delicioso. Para rematar la jornada, se tostó un poco de café, y finalmente, el día dio paso al descanso.
La mañana siguiente comenzó con un sonido inconfundible: la cereza de café cayendo en las cubetas. Era el anuncio de que un nuevo día había comenzado, y los jornaleros, con tenates de mimbre o cubetas de plástico, salían a cortar cerezas.
Esa jornada no transcurrió en la finca de Miguel, sino en una finca cercana. Más tarde, de vuelta en su propio beneficio, Miguel mostró con detalle cómo realizaba sus injertos. Con orgullo presentó su huerto de variedades, un espacio que exige un trabajo constante y meticuloso.
Explicaba cómo, en los primeros días y meses de vida de cada planta, se requiere una atención especial; es un periodo donde cada variedad lucha por adaptarse y sobrevivir. Algunas plantas no lo logran, otras prosperan y se convierten en el reflejo del esfuerzo invertido.
Aquel mismo día, tras compartir el desayuno y recorrer su beneficio, Miguel explicaba que en esas fechas aún no iniciaba su proceso de cafés, ya que la cereza no estaba completamente madura. Sin embargo, mostraba los preparativos, y hablaba con entusiasmo de unas pequeñas hectáreas donde cultivaba limones.
Comentaba cómo, a medida que las tierras se tornan más cálidas, la transición hacia cultivos como el limón, el maíz y la naranja se vuelve natural. Era un recordatorio de cómo la tierra misma va marcando el ritmo, los ciclos y las oportunidades de cultivo.
Así, entre aromas de café, historias de migraciones y sabores locales, se tejía un recorrido que no era solo por la región, sino por las raíces más profundas de quienes han hecho de estas tierras su hogar y su vida.
Aquí te paso la versión mejorada, con un tono más cálido y hogareño, y resaltando que la historia con Miguel continúa:
⸻
Cada encuentro con Miguel es más que una simple visita; es volver a un lugar que ya se siente cercano, como si siempre hubiera un espacio reservado para compartir la mesa, las historias y los logros. Cada vez que la vida permite hacer una pausa, se busca regresar a esas tierras, a ver cómo van las plantas, si ya llegó la floración o si el fruto empieza a asomarse entre las ramas. Pero más que saber de los cafetales, es la necesidad de saber de él, de cómo está, de compartir un rato y celebrar de cerca todo lo que ha alcanzado.
Es imposible no recordar cómo empezó este camino. Con una curiosidad incansable, Miguel se adentró en el mundo del café, tomando cursos, asistiendo a pláticas y descubriendo que el café es mucho más que una bebida en una taza. Rompió con los estigmas de generaciones anteriores, se atrevió a experimentar con nuevos procesos y, con el tiempo, fortaleció la calidad de su café en verde.
Hoy, ese esfuerzo lo ha llevado a recibir reconocimientos que hablan por sí solos: Premio Sabor de Veracruz y segundo lugar en la Taza de Excelencia en la categoría de cafés naturales y experimentales.
Pero lo más valioso no son solo los premios, sino la persona detrás de ellos. Miguel no es simplemente un productor; es un ejemplo de constancia, pasión y entrega. Esta historia no se queda en aquella última visita. Cada vez que la vida da la oportunidad, el camino de regreso se recorre de nuevo, porque hay amistades que se convierten en hogar, y hay personas que, sin saberlo, enseñan a ver la vida y el café de otra manera.
El café dejó de ser solo un producto. Se convirtió en una forma de entender la realidad social, económica y humana que hay detrás de cada grano. Escuchar de su propia voz las dificultades y los logros, la verdad de lo que sucede en el campo, hace que cada taza se valore de un modo distinto; no solo por su sabor, sino por las historias que contiene.
El mundo del café es un aprendizaje constante. Y es motivo de orgullo mirar atrás y saber que ya no se es la misma persona que un día pisó por primera vez su finca, ni quien probó por primera vez una taza de su café.
Hoy, Miguel es una inspiración. Su familia, la familia Castelán, es un reflejo de dedicación y amor por la tierra. Y lo más valioso de todo es que esta relación ha crecido más allá de lo comercial. Es un lazo que honra no solo al café, sino a las personas que lo cultivan con el alma. Un vínculo que, mientras la vida lo permita, seguirá fortaleciéndose en cada encuentro. Porque hay historias que no terminan; simplemente se enriquecen con cada regreso.